29.12.10

Historias de huesos y piedras (o de cómo la física se vio afectada por una sala de lectura y una piedra)



Cuando se visita la sala principal de lectura del museo británico en Londres se tiene una sensación extraña: es demasiado moderna en comparación con otras salas de lectura alrededor del mundo. Pero dicha modernidad se entiende cuando, al revisar la historia del museo británico (MB), nos enteramos que la sala fue idea del italiano Antonio Panizzi (1797-1879). En 1822 Panizzi fue forzado a exiliarse de Italia para evitar que lo arrestaran bajo el cargo de “revolucionario”.
Llegó a Inglaterra en 1823 y después de enseñar italiano en la ciudad de Liverpool se volvió profesor de italiano en el University College de Londres. En 1831 fue nombrado asistente de librero del MB y se volvió el librero principal en 1856. Panizzi tuvo la idea de construir para el nuevo sitio de lectura un cuarto redondo situado en el centro del patio principal del terreno que ocupaba, y ocupa hasta la fecha, el museo que abrió sus puertas en mayo de 1857. En el centro del patio existía un jardín público, detalle que fascina a los ingleses. Sin embargo, los orígenes del MB reposan sobre el testamento del doctor, naturalista y coleccionista Sir Hans Sloane (1660-1753), quien al momento de su muerte tenía una de las más grandes colecciones de curiosidades vista hasta entonces; alrededor de 71 mil objetos fueron donados al gobierno inglés del rey Jorge II, a cambio de un pago de 20 mil libras esterlinas que se debían entregar a sus herederos, con la condición de mantener los objetos intactos. Si la oferta era rechazada por el rey, entonces los objetos debían ser ofrecidos a centros de aprendizaje. ¡Inglaterra se sacó la lotería y 15 de enero de 1759 el “British Museum” como se conoce en inglés abrió sus puertas!
Hoy, el Museo Británico es uno de los más importantes del mundo, con cinco millones de visitantes al año y cuyo eslogan publicitario es “Aquí tenemos la historia de la humanidad”. Uno de los amigos de Sloane era un cirujano llamado William Cheselden (1688-1752), famoso por ser el médico personal de la reina Carolina, por conocer bien a Isaac Newton, por haber escrito un extensísimo tratado sobre los huesos titulado Osteographia, que incluía increíbles ilustraciones hechas con una cámara oscura, antecesora de la cámara fotográfica, y por remover cálculos biliares en ¡54 segundos! Parece rápido, pero sólo piensen que el procedimiento se hacía sin anestesia.
En 1726 el autor y anatomista Alex Monro (1697-1767) hizo algunos años después una copia del libro de Cheselden, pero sin ilustraciones. Monro era miembro de un pequeño grupo responsable de darle a Edimburgo su primera escuela de medicina y que los estudiantes sintieran que el dinero que aportaban para sus clases de anatomía estaba bien recompensado: el inhumar cadáveres casi recién enterrados. Monro tuvo que llegar a un acuerdo, muy dudoso por cierto, con las autoridades locales para que le entregaran los cadáveres frescos de criminales que habían sido ejecutados horas antes. Sin embargo, esta idea surgió de la época en que Monro estudiaba medicina en el sur de Londres, donde conoció a Francis Hauksbee el joven (1687-1763) quién inventó la increíble “máquina de influencia”, la cual consistía en una esfera de vidrio que podía girar al mover una manivela. Si se colocaba la otra mano sobre la esfera mientras esta giraba, la mano sobre la esfera quedaba eléctricamente cargada. La misteriosa influencia provenía cuando con la mano se podían atraer plumas e hilos.
Hauksbee había desarrollado esta máquina gracias a los experimentos que había hecho tratando de encontrar que se podía lograr con los recipientes donde se colocaban las velas si los colocaba en un buen vacío. Suena un poco ocioso pero en esa época la ciencia abarcaba muchísima información acerca de nada. Todo el mundo quería saber que se podía hacer con un buen vacío, especialmente el jefe de Hauksbee, Robert Boyle (1627-1691), quién había construido una bomba portátil para producir un vacío muy efectivo. Boyle había estado experimentando, por no decir jugando, con aire el tiempo suficiente para lograr enunciar la ley que describe el comportamiento de un gas a temperatura constante y que se conoce como ley de Boyle o como la llaman en Francia, la ley Mariotte. Es curiosísima la manera en que cambia la pronunciación de Boyle en francés, ¿verdad? Esto se debe a que Edme Mariotte (1620-1684) dijo que él había descubierto la ley al mismo tiempo que Boyle (o antes, de acuerdo a los franceses). En 1679 Mariotte confió ciegamente en el trabajo que había hecho Boyle pero nunca lo mencionó. Mariotte pasó mucho tiempo de su vida haciendo cosas similares; de hecho en otra ocasión confirmó el trabajo que había realizado uno de sus colegas, Pierre Perrault (¿1611?-1680), un hidrólogo quién había medido los niveles de lluvia y nieve en París y concluyó que en el río Sena, y en los ríos en general, el caudal es sólo una sexta parte de la cantidad de lluvia y nieve que se acumula en charcos a lo largo de todo un año. En 1697, uno de los hermanos de Perrault, Charles (1628-1703) quién era una persona demasiado impulsiva, ocupaba el cargo de ministro de cultura francés y además era poeta, prosista y narrador de historias, algunas de las cuales años después Disney llevó al cine (“La bella durmiente”, “Caperucita roja”, “El gato con botas”, “Cenicienta”, etc.) y también estuvo involucrado en un debate que casi le cuesta la vida: en un poema titulado “La época de Luis el grande”, Perrault “propuso” que los escritores modernos (los de su época, tales como Moliere o François de Malherbe) eran mejores que los escritores clásicos griegos o romanos. Su principal detractor en esta propuesta fue Nicolás Boileau (1636-1711).
Las cosas se pusieron realmente feas cuando Perrault mencionó que Platón era aburrido, lo cual llegó hasta Irlanda y no fue pasado por alto por uno de los literatos anglo-irlandeses más importantes; Jonathan Swift (1667-1745), quién por cierto es el mejor ejemplo de quién no hace caso de los refranes populares, particularmente aquél que reza “Se agradable con las personas en el camino de subida, puede que las necesites en el camino de bajada”. De no haber sido por la ayuda de la familia Berkeley, probablemente se hubiera muerto de hambre, y con todo y eso jamás trató de ser amigo de George Berkeley (1685-1753), que con el tiempo se volvería obispo y tendría un papel decisivo en la educación en Estados Unidos (la universidad en California se llama así en su honor) y quién publicó en 1704 “Una nueva teoría de la visión” en la que presentaba la revolucionaria idea de que lo que vemos no es precisamente verdadero, es decir, nuestro cerebro interpreta lo que los ojos ven por asociación de señales, lo que recibimos a través de los sentidos y lo mezcla con las cosas que ya tenemos guardadas en el cerebro. Esta teoría se conoció como “idealismo subjetivo” y eventualmente provocó el interés de quién descubrió las causas del astigmatismo en 1801.
El genio del que quiero hablar ya podía leer a los dos años, a los cuatro ya había leído la biblia dos veces. Para cuando tenía veinte ya sabía francés, italiano, hebreo, árabe, persa, turco y cinco idiomas más. Así que no es de sorprender que en 1799 cuando tenía veintiséis años de edad, Thomas Young (1773-1829) ya era profesor de filosofía natural en la Royal Institution y sus clases versaban sobre acústica, óptica, gravitación, astronomía, mareas, la naturaleza del calor, electricidad, clima, vida animal, vegetación, fuerzas de cohesión y capilaridad de los líquidos, la teoría de navegación, de cómo la hidrodinámica afecta a las reservas de agua, canales, puertos y muelles, técnicas de medición, formas comunes para bombas de agua y aire, nuevas formas de energía, ¿suficiente? Young también publicó una nueva teoría en la que planteaba que la luz probablemente era una onda y realizó un famoso experimento en el que hizo pasar luz a través de dos minúsculos agujeros que estaban adyacentes para producir un, ahora muy familiar, patrón de interferencia y anunció que la retina era sensible a todos los colores en función de tres colores primarios. Entonces volcó su atención a los jeroglíficos (¿no lo haría cualquiera de nosotros sabiendo todo lo que él sabía?) pero para nuestra tranquilidad, en 1814 Young no se enfrentaba a una tarea imposible, sino que tenía el camino relativamente despejado.
El 24 de agosto de 1799 el teniente Pierre-François Bouchard del ejército de Napoleón estaba apostado en la ciudad de Al Rashid, Egipto, cuando descubrió que la piedra en la que los soldados estaban jugando cartas tenía una inscripción particular acerca del rey Ptolomeo V en tres lenguas distintas: hierático, demótico y griego. Dicha piedra, una vez que Napoleón fue derrotado por los ingleses, fue reclamada como botín de guerra bajo los términos del tratado de Alejandría en 1801. Young comenzó a tratar de descifrar el texto lo cual no costó demasiado trabajo, aunque no logró descifrarlo completo. Su ventaja era que sabía griego. Young descubrió el carácter lingüístico de los llamados cartuchos que contiene la piedra y pudo identificar los nombres de Ptolomeo y Alejandro, extranjeros pero reyes a fin de cuentas. Pero en 1822 un brillante estudiante francés que mantenía correspondencia con Young logró descifrar los jeroglíficos asignando sonidos a los símbolos de los cartuchos. Jean-François Champollion (1790-1832) a quién la historia terminó bautizando como el “padre de la egiptología” nos mostró la naturaleza del texto escrito en la piedra que servía de mesa para jugar cartas. Young jamás aceptó las conclusiones de Champollion, pero pudo haber sido, más que por ego personal, por ego patriótico debido a la creciente tensión entre Francia e Inglaterra. Si alguna vez visitas Londres, no dejes de entrar al British Museum y en la entrada de la sala 4 de escultura egipcia encontrarás el secreto de Young y Champollion: La piedra Rosetta. Por cierto que la sala 4 está exactamente a la izquierda de la sala principal de lectura, una de las mejores del mundo en cuanto a catálogo en existencia se refieren.

Tomado de Circles de James Burke. Traducción JG Zahoul, o sea, yo. La foto es mía también.

1 Comments:

Blogger Green said...

La idea de congelar o eternizar en un objeto aquéllo que por virtud del tiempo es efímero, siempre ha llamado mi atención. Si la vida (y los recursos) me alcanzan para brincar el charco, cuando visite el Museo Británico y vea la piedra rosetta, recordaré con agrado a la fuente traductora que me habló sobre el origen de ese lugar, los juegos de cartas y las siempre elegantes y chocantes arrogancias inglesas y francesas...
Bueno es leerle de nuevo!!!
Suerte!!!

03:00  

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